Sobre la fe y la verdad en la información


Apenas leo el título de un libro o de un artículo que empieza con La Verdad sobre... (a menos que sea el título de una película como La verdad sobre perros y gatos), me es inevitable pensar que ya existe una contradicción. Es posible que ya exista esa contradicción en el mismo título del presente artículo, ¿cómo no?

Lo que veo es que nadie, materialmente, puede demostrar una verdad a alguien más si es que no está realizando el acto que quiere demostrar en ese preciso instante (sin tomar en cuenta que la percepción de cada quien puede fallar, que podría estar uno sufriendo de psicosis ni que la memoria tiende a deformarlo todo), a menos que esté hablando de una ecuación matemática. Y aún así, sabemos que el universo matemático evoluciona y se hace más amplio, y por más que una ecuación funcione en un sistema, no quiere decir que ese sistema se pueda aplicar en el universo. En otras palabras, la única manera de probar que mis ecuaciones pueden hacer volar una nave hacia la Luna es logrando que esa nave vaya hacia la Luna.

Este concepto, el de la aplicación, es de vital importancia, pues supone un asidero fáctico, un correlato directo con la realidad. Es decir, yo puedo crear un universo mental, un sistema filosófico que puede ser tomado como perfecto bajo ciertos parámetros, y sin embargo, ese cosmos artificial no podría funcionar (como nunca ha funcionado en la Historia ningún sistema filosófico) en nuestra vida tal cual se presenta.

Uno podría pensar que es posible cuestionar a alguien o a un grupo determinado cuando habla de verdad en términos científicos (especialmente cuando el interés de la industria farmacéutica por mantener sus ingresos es tan poderoso como peligroso) como políticos, con mucho más rigor y con más posibilidades de probar el error dentro de la afirmación que hacer una crítica frente a una manifestación de fe, pues de hecho, aquel que tiene fe no cuestiona su creencia.

Sin embargo, dentro del amplio espectro de manifestaciones de fe, hay errores tan terribles que me pregunto en qué momento nos va a caer finalmente el rayo destructor. Mi ejemplo preferido está referido al surgimiento de las sectas post Martín Lutero. Cuando este personaje, harto del poder terrenal de la Iglesia Católica, que nada tenía que ver con su función espiritual (el desbalance, como sabemos, era terrible en favor del enriquecimiento a toda costa, las alianzas políticas y la tenencia de cada vez más terrenos) arrancó páginas de La Biblia para pegarlas en los portones de una iglesia, se casó con una monja y abogó por la libre interpretación (gran concepto este el de la libre interpretación) de las Sagradas Escrituras, probablemente no era conciente a cabalidad (¿o sí?) de que estaba negando la premisa absoluta sobre la que debe valerse toda fe religiosa, ese peñón incuestionable que lleva por título la palabra Verdad. Con mayúscula.

Entonces, yo les pregunto a todas esas sectas que abogan por la libre interpretación de las Sagradas Escrituras, ¿cómo pueden hablar de una Verdad? ¿La Verdad es móvil? ¿Hay una Verdad adaptable a las conveniencias de cada quien? ¿Lo absoluto, lo eterno puede ser comprendido por una mente inferior? Yo estoy convencida de que nadie sabe para quién trabaja. Obviamente, por más que quiero estar del bando de los buenos, yo tampoco lo sé.

En filosofía, la cosa está más candente aún. Empecé este artículo refiriéndome a los títulos de otros artículos. Pues bien. Según un pensamiento contemporáneo de vertiente inglesa, en realidad uno nunca puede estar totalmente seguro de nada, pues hay muy pocas cosas que puede comprobar. Cada ser humano vive inmerso en una serie de creencias. Unas pocas de ellas son sus creencias fundamentales, son las que más arraigo tienen en sí mismo y sobre las cuales acciona en el mundo. Luego están las creencias periféricas de mayor o menor importancia, que pueden ser adaptables, que evolucionan según las circunstancias. Muy pocas de nuestras creencias tienen su origen o son corroboradas en la experiencia directa. La mayor parte de ellas provienen de información externa: libros, periódicos, lo que nos contaron nuestros padres, nuestros amigos, los noticieros de la tele, es decir, provienen de perspectivas ajenas, la realidad vista e interpretada por otros ojos y muchas veces (casi siempre) manipulada por algún interés personal o corporativo. Este artículo podría perfectamente estar tratando de manipular ciertas creencias y de reorientarlas y reconfigurarlas hacia donde yo quiero. Quiero convencerte de una cierta realidad. Quiero decirte que aquí, en estas líneas, hay una verdad.

Lo cierto aquí, y tengo fe en esto, es que ¡no tengo manera de probarte absolutamente nada de lo que digo! Todo lo aquí vertido pertenece a un sistema de creencias. Incluso si te hablase de verdades históricas, si te citara páginas de libros científicos con ediciones verificables, ¿cómo podrías tú (o yo) verificar que lo dicho es cierto si no puedes acceder al laboratorio donde supuestamente han sido corroborados los hechos? Toda creencia que no pueda ser corroborada científicamente ni fácticamente (si no se ha estado presente al estallido de las Torres Gemelas, toda nuestra información verdadera ha sido proporcionada por terceros: por sus cámaras, por sus perspectivas, por lo que quisieron divulgar, por lo que quisieron callar, por sus memorias frágiles o fotográficas, por su odio al gobierno estadounidense o a los fundamentalistas musulmanes) por uno mismo, ha sido asimilada por pura fe.

Incluso aquellos positivistas extremos, esos que piensan que la verdad es solamente esto que puede ser comprobado, los amigos del popular ver para creer, son incapaces de probar el veinte por ciento de todo su sistema de creencias. Incluso ellos mismos necesitan de la fe para poder moverse en este mundo.

Entonces lo que quiero decir está claro. En realidad deberíamos dejar de hablar de la verdad si no estamos en posición de comprobarla. Deberíamos empezar a hablar casi exclusivamente de fe.

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